El francés y el español son lenguas emparentadas. Ambas vienen del latín. Pero parece como si en el camino ambas hubiesen adquirido u olvidado palabras que expresan conceptos e ideas importantes.
Tal vez fuese una interesante investigación lingüística averiguar la causa de esas lagunas en una y otra lengua. En francés no existe la una palabra que exprese el concepto de soberbia. Y no es que este sea un pecado capital del que estén libres los franceses. Tienen el término "orgueil", que puede usarse como soberbia, pero que significa el orgullo. En español, en cambio nos falta el equivalente de la palabra francesa "fierté".
La "fierté" expresa el sano orgullo. Es ese orgullo, no reñido con la humildad, por un logro, tal vez espléndido, pero duramente conseguido. "Je suis fier de toi", le puede decir un padre a su hijo para expresarle que está orgulloso de él, que ve en él el fruto de todos los esfuerzos de una vida por que un ser humano desarrolle al máximo sus capacidades. Cuando, ya en la madurez del hijo y en la vejez del padre éste le dice a aquel "je suis fier de toi", ¿quién podría ver en esta frase ni rastro de orgullo, en el mal sentido de la palabra? Es cierto que en español, el contexto diferencia cuándo se usa orgullo en el buen o mal sentido. Estoy orgulloso de ti, le dice un padre a su hijo, y sabemos que se refiere a la "fierté". Es un hombre lleno de orgullo, dice una persona de otra, y sabemos que se refiere al "orgueil". Pero la precisión del lenguaje es una de las maravillas de la palabra.
El sano orgullo –la "fierté"– es inmediatamente distinguible del orgullo maligno –el "orgueil". En cambio, ya en puro español, nunca he tenido absolutamente clara la diferencia entre vanidad, orgullo del malo y soberbia. Todas estas consideraciones sobre el francés y el español nacen de la lectura de un libro en francés. Y ha sido un francés el que me ha aclarado perfectamente las diferencias[1].
La vanidad es la falta de verdad, por error, estupidez o mala voluntad, en la apreciación de la propia valía. El vanidoso se atribuye una valía personal mayor de la que realmente tiene. Si lleva su vanidad al extremo cae en un patético ridículo.
El orgulloso, en cambio, puede tener una justa apreciación de su valía, y ésta puede ser enorme. Pero su engaño consiste en que considera que el mérito de esa valía es única y exclusivamente suyo. No soporta pensar que ha llegado a esa valía ayudado por otros y que, sin ellos, no hubiese llegado a estar donde está. Es un desagradecido que suele pagar la ayuda que le prestan con el olvido o, peor aún, con el rencor y el resentimiento. No quiere la cercanía de quienes le han ayudado, porque le recuerdan su dependencia. "El orgullo es el amor desordenado a la propia excelencia"(2). El máximo grado del orgulloso es considerar que uno no le debe nada a Dios, que no necesita su ayuda en absoluto.
La soberbia es la falta de verdad acerca de nuestra posición e importancia en el mundo. El mundo es una cadena de causas y efectos que se desarrolla en el tiempo. Al soberbio le gustaría ser la más importante de las causas. Naturalmente no puede. Pero sí puede engañarse acerca de su posición en el ranking. Puede convencerse de que su impacto en la marcha de la vida es más grande de lo que en realidad es. Eso le hace sentirse poderoso. No soporta pensar que alguien pueda tener más influencia que él en los acontecimientos. Quiere controlar totalmente su vida, sin pedir nada a nadie. Aunque es difícil, el soberbio puede no ser orgulloso y hasta ser agradecido. Puede reconocer el mérito de sus padres o de sus educadores en haberle hecho como es y agradecérselo, pero piensa que una vez que ha llegado a ser lo que es, su impronta en el mundo será mayor que la de cualquiera que le haya ayudado a llegar a donde está. En su grado máximo, vomita la sola idea de Dios. No puede pensar, naturalmente, que él mismo es Dios, aunque le gustaría serlo, pero sí puede negar su existencia. Y de hecho, la soberbia es la causa más importante de la increencia y la más difícil de erradicar. El diablo, que no puede negar la existencia de Dios, le odia, precisamente porque Dios es Dios y él no. El hombre, en el fondo de su alma, si logra estar a solas consigo mismo, tampoco puede negar la existencia de Dios, aunque se diga ateo. Por eso el soberbio en grado extremo odia a un Dios en el que dice no creer y ante el que, si de verdad no creyese, sólo debería mostrar indiferencia.
La humildad es el antídoto a los tres pecados de vanidad, orgullo y soberbia –la "fierté" no es en modo alguno un pecado. Decía santa Teresa que la humildad es vivir en la verdad. Y así es. El que vive en la verdad sabe su auténtica valía, reconoce que está en deuda con mucha gente que le ha ayudado a alcanzarla, con Dios en primer lugar, y se sabe una ínfima causa en un universo inmenso regido por un Dios providente sin el que no podría ni tan siquiera existir y en el que él sólo puede arañar la superficie por mucho poder que tenga. Sabe también que sin la colaboración de muchas personas no podría ser causa eficiente de casi nada. Busca el apoyo y la colaboración de todo el mundo y lo agradece. Sobre todo, contempla lleno de asombro y embargado por un sentimiento de pequeñez y gratitud la grandeza y la belleza del cosmos y del Dios que lo ha creado.
Entonces es auténticamente grande.
(1) Henri Hude. L'Ethique des décideurs. Presses de Renaisance. París, 2004.
(2) Frase tomada al pie de la letra del libro citado.
Tomás Alfaro Drake Tadurraca