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Amor igual a Sacrificio

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Para poder entender el pedido del sacrificio que hace la Virgen, y que a muchos escandaliza, debemos de partir de la premisa que la Virgen es quien mejor puede entender lo sublime del amor, pero el amor tiene una fórmula perfecta: es igual a sacrificio.

Jamás podrá existir el amor para quien no ha conocido el sacrificio; sólo para Dios, y Él, quien es el Amor Perfecto, quiso por voluntad propia validar la fórmula perfecta: para un Amor Perfecto, un Sacrificio Perfecto. Por eso el Dios del amor hecho hombre, muere en la cruz por nuestros pecados y eleva el sufrimiento y el sacrificio al nivel sublime de la Redención.

Para un Amor Perfecto, un Sacrificio Perfecto. Un sacrificio que se consumó en la cruz y que trascendió a la Eucaristía, que es y será siempre la renovación del Sacrificio –incruento– hecho por Jesucristo en el Calvario.

Sin embargo, nosotros los hombres somos imperfectos y por tanto nuestro amor es imperfecto, pero es necesario que generemos amor, el cual sigue siendo imperfecto. Pero el amor no existe sólo como elíxir, conlleva necesariamente sacrificio. Por eso, no hay mayor amor que el que da la vida por los demás (1), y ese ejemplo nos lo dio Jesucristo. Más aún, el Padre Eterno no le ahorró nada a Su Hijo, sino que le hizo beber hasta la última gota del cáliz amargo de su Pasión y Muerte.

Por eso, el dolor, el sufrimiento y el sacrificio son la corona del Rey de Reyes y nos proporciona el amor para la vida eterna. Por eso, qué alegría para María Santísima pasarnos por el sufrimiento, por el sacrificio, por lo sublime que nos cura y nos pule para poder participar de la vida eterna con Su Hijo para siempre; y más ahora que existe una verdadera batalla que sumerge al hombre a todo lo que es placer, comodidad, riquezas, glorias humanas; batalla que libra el demonio en contra de los hijos de María Santísima.

De ahí la necesidad de que haya hombres y mujeres que luchen, que entiendan lo que verdaderamente es el amor trascendental, necesario para poder restituir todo lo que ha generado el pecado. Por eso dice Pablo: “Si padecemos con Él, también con Él viviremos. Si sufrimos con Él, con Él reinaremos”.(2) Y también dice: “Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias”.(3) Y también: “Si viviereis según la carne, moriréis; más si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis.”(4)

Pero es claro que los hombres que quieren practicar un ayuno frecuente, y no sólo una vez por semana sino 3, 4, 5 días y más; los que se arrodillan para rezar el Santo Rosario; los que mortifican su cuerpo con un cilicio o se disciplinan en la carne; los que trabajan para Dios y para María a tiempo y destiempo ofreciendo horas de sueño y cansancio, serán siempre criticados y perseguidos. Pues como decía Paulo VI, “los santos representan siempre una provocación al conformismo de nuestras costumbres, que con frecuencia juzgamos prudentes sencillamente por que son cómodas. El radicalismo de su testimonio viene a ser una sacudida para nuestra pereza…”.(5)

El pedido de la Virgen al sacrificio no es nuevo ni ajeno a lo que ha sido siempre la práctica de la lucha seria por la santidad. A los niños de Fátima les pidió muchos sacrificios: niños de 8 a 10 años comiendo hierbas amargas, utilizando cilicios; la vidente de Lourdes, Santa Bernardita, besando la tierra y untándosela en la cara como símbolo de humildad y ayunos frecuentes; en fin, sacrificio que genera amor y amor que un día se transformará en unidad con Dios. Pero mientras eso llega, tengamos presente lo que Jesucristo dice: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto”.(6)

Para que nos edifiquemos en el espíritu, citamos el ejemplo de hombres y mujeres que entendieron bien lo que era el amor de Cristo:

San Bernardo:

 “Nosotros somos crueles castigando el cuerpo con penitencias; pero más crueles sois vosotros saciándolo de regalos en esta vida, porque así lo condenáis con el alma a tormentos mucho mayores en la eternidad.”(7)

Santa Rita de Casia:

Se arrodillaba en el frío pavimento y se flagelaba la espalda; los pocos alimentos que tomaba los rociaba con ajenjo y ceniza; en Cuaresma su alimento era un poco de hierbas.(8)

San Alfonso María de Ligorio:

 “Sería demasiado pedir que se disciplinaran con frecuencia todas las semanas, que llevaran el cilicio hasta la comida, a raíz de la carne, y que se abstuvieran de calentarse en invierno algún día a la semana”.(9)

San Pedro Claver:

Tenía un cilicio por todo el cuerpo de la cintura para arriba, tomaba un cuarto de hora de disciplina a las 4 de la mañana, nunca usó colchón, ni sábanas, ni almohadas para dormir.(10)

Santa Rosa de Lima:

Desde joven usó cilicios, pulseras y cinturones que tenían las púas hacia dentro; mortificó su carne y usó disciplina con cuerdas de terminaciones metálicas; usó un aro de púas en la cabeza, oculto debajo del tocado; se ponía chile en los ojos para evitar las vistas que le agradaban; comía cosas amargas en memoria de la hiel y el vinagre que le dieron a Cristo agonizante; sus ayunos eran rigurosos y trabajaba muchos días sin comer; para dormir usaba piedras y troncos.(11)

Es entonces bajo estas muestras penitenciales y de sacrificio que han practicado todos aquellos que buscan con seriedad la santidad de vida, y que la Iglesia ha reconocido como signo de virtud y entrega, que la Virgen propone en su mensaje un ayuno frecuente junto con abstinencia el día sexto –el viernes; una disposición amplia a la penitencia y al sacrificio y una autodisciplina para participar de la purificación de la humanidad por la mortificación de los sentidos; que no es sino el llamado de Cristo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.(12)

En conclusión, el cilicio, las disciplinas, los ayunos y abstinencias, la escasez del sueño y otras austeridades por el estilo han sido practicadas por todos los santos; y en mayor o menor escala, según la condición de cada uno, según sus fuerzas y disposiciones actuales, tienen que practicarlas las almas que aspiren seriamente a la santidad.(13) Y como decía San Vicente de Paul: “Muchos desean ser santos y nunca lo logran conseguir porque no hacen sacrificios… Sin hacer sacrificios, nadie llega a ser santo”.(14)

Negación del Yo

El plan de negación de uno mismo por medio del sacrificio es “vencer” el yo. El yo es la “planta baja” del edificio cuya planta alta es la “Nueva Estirpe”. Es aquello con lo que la gracia de Dios va  a trabajar junto con nuestra voluntad, para transformar el “yo” en Nueva Estirpe.

Cuando una persona quiere crecer espiritualmente, con la primera dificultad que se va a topar es consigo misma. Es nuestro propio yo el primer y gran obstáculo que debemos de vencer para comenzar a ascender en la vida espiritual. Es decir, es nuestra propia voluntad y el egoísmo el que la mayoría de las veces resulta ser el principal obstáculo para crecer. Por tanto, el primer paso para lograr un crecimiento espiritual es eliminar completamente el egoísmo de nuestras vidas. La razón sobrenatural del que “yo” sea un obstáculo consiste en que no puede prevalecer otra voluntad sobre la Voluntad suprema de Dios.

La rebelión y caída de la primera creación de Dios, los ángeles, consistió en enfrentar otra voluntad contra la Voluntad de Dios. Satanás fue expulsado de la presencia de Dios por no querer servirle, en un acto de profunda soberbia; y de aquí arranca el origen del yo o egoísmo.

Del mismo modo, el pecado original se comete por el egoísmo del hombre, pues no siguió el mandato de Dios sino la instigación de la serpiente.

El demonio remeda siempre el plan de Dios, y una clara prueba es que pretendió con la desobediencia del hombre engrandecer su propio yo; sin embargo el único que puede decir con autoridad Yo Soy, es Dios. Cuando se le reveló a Moisés en el Monte Sinaí y le pidió que se presentara ante el faraón y le pidiera la liberación del pueblo de Israel: “Contestó Moisés a Dios: si voy a los hijos de Israel y les digo: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; cuando me pregunten: ¿cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Dijo Dios a Moisés: Yo Soy el que Soy. Y añadió: así dirás a los hijos de Israel: Yo Soy me ha enviado a vosotros”.(15)

De la cita anterior se infiere cómo Dios se presenta haciendo alusión a su Ser en su Yo. Es decir, Él es el único Yo que puede existir, pues Él es la Voluntad Suprema de toda la creación. La Esencia de su Ser es Existir. Es el único ser necesario, por ello no pueden coexistir “pequeños yo” que se le enfrenten, sólo puede prevalecer la Voluntad de Dios y a ella se someten todas las criaturas.

Con este antecedente, Jesucristo nos reitera claramente que para poder seguirlo tenemos que aniquilar el yo: “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo (…)”.(16)

En la Aparición de Sabana Grande, María Santísima dejó toda una enseñanza plasmada en símbolos. Así Ella pidió que se construyera en aquel lugar una capilla de 7 planos o lados. Es decir, el piso (1), las paredes laterales (2 y 3), la pared anterior (4), la posterior (5) y las dos aguas (6 y 7). Una construcción simple, sencilla pero que deja una gran enseñanza pues ésta representa el crecimiento espiritual. Así los 7 lados de la Capilla representan 7 planos que el hombre tiene que ir subiendo con la gracia de Dios hasta llegar un día a compartir con Él y verlo cara a cara para siempre.

¿Por qué se habla de 7 planos; cuándo surgen éstos; cómo se establecieron? Este tema lo profundizaremos en otro artículo pues está ligado al “tiempo” de la creación de Dios, pues recordemos que Él creó al mundo en 7 días o pudiéramos decir tiempos, pero antes de ello primero nos abocaremos al concepto del proceso espiritual que debe ir desde lo más bajo, el yo, hasta lo más alto que sería la Plenitud.

De momento diremos que el hombre, con su caída, descendió simbólicamente de un cierto plano de santidad y casi perfección e inmortalidad, hasta un plano de egoísmo, imperfección y muerte. Este regreso de la imperfección a la perfección es a lo que simbólicamente se llama los siete planos de crecimiento. Es una cuesta arriba, pues con sacrificio y penitencia el hombre tendrá que subir, siguiendo las huellas de Cristo.  Tendrá que vencerse a sí mismo, vencer sus vicios y pasiones, tomar su cruz y seguir a Cristo.  Jesucristo, que era Dios y no tenía pecado, para subir al Padre y abrirnos las puertas del cielo, lo hizo por la vía del sacrificio hasta la muerte y muerte de cruz.  Él hizo un Sacrificio Perfecto con un Amor Perfecto para conseguir la Redención.  Los hombres, del mismo modo, tendrán que ir subiendo o creciendo por etapas hasta llegar a la Plenitud. 

Es bueno tener presente para entender el pedido de María que los hombres en el mundo se preocupan del crecimiento fisiológico e intelectual.  Cuando un niño nace, los padres de ordinario sólo se preocupan por su desarrollo físico. Se interesan en su desarrollo neurológico e intelectual.  Según va creciendo, lo van evaluando para asegurarse que va superando las etapas sin dificultad, hasta llegar a la adultez.  Se olvidan, sin embargo, que todo esto es perecedero. Pocos se preocupan por el desarrollo del alma que es inmortal.  No se interesan por su crecimiento espiritual. Pero ese crecimiento espiritual es indispensable y necesario para entrar en el mundo de Dios, donde impera el Orden y Perfección.


(1) Jn. 15, 13.

(2) II Tim. 2, 11.

(3) Gal. 5, 24.

(4) Rom. 8, 13.

(5) Homilía en la Beatificación de Santa Beatriz de Silva, 3 de octubre de 1976. citado en Piedras de Escándalo por José Miguel Cejas, MC 1992, Madrid, España.

(6) Jn. 12, 24.

(7) El Que Quiera Venir Conmigo de San Alfonso María Ligorio. Apostolado Mariano, 1987, p. 6.

(8) Santa Rita de Casia de Armando Gualandi. Ed. Alba, 1987, p. 15, 94-95.

(9) Ob. Cit. p. 9

(10) San Pedro Claver Esclavo de los Esclavos. Ángel Valtierra S.I. y Rafael María de Hornedo S.I. BAC, 1985, pp. 116-118.

(11) Santa Rosa de Lima, Mujer y Santa, Benjamín García, Ediciones Paulinas, 1991.

(12) Mt. 16, 24.

(13) Cfr. P. Antonio Royo Marín O.P. en Teología de la Perfección Cristiana. BAC p. 338.

(14) Catecismo Católico. Editorial Centro Don Bosco, 1983, p. 175.

(15) Éxodo 3, 13-14.

(16) Mateo 16, 24.

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